Uno de los productos gourmet algarvios, de esos que se
presume de excelencia en el mundo, es el queso fresco de cabra. La artífice de
esta delicatessen es su cabra autóctona, una raza que se cría en los campos
junto al río Guadiana y que es capaz de producir hasta 1,6 litros por día. Y si
a esta rica leche se le aplica un proceso artesanal y ancestral de elaboración del
queso, con dosis de cariño, de paciencia y de esmero, el resultado no puede ser
otro que el mejor queso fresco de cabra que hayas probado. Y, si te queda
alguna duda, visita con nosotros la quesería de João Manuel G. Ribeiro en Foz
de Odeleite.
En una de nuestras ‘aventuras’ con mi hijo, acompañamos al
pastor y sus cabras por las tierras del Guadiana. En aquella ocasión fuimos
testigo del ‘origen’ del producto, ahora se nos presentaba la ocasión de
conocer el proceso.
Aquellas mañana de domingo la búsqueda de espárragos
silvestres, desechados por nuestros vecinos y tan codiciados por nosotros, nos
hizo parar en Foz de Odeleite. Una pequeña población donde el río Odeleite
desemboca en el Guadiana, conformando un precioso y verde paraje, en el que confluyen varios senderos para recorrer a pie y donde no es difícil encontrarse con algún que otro rebaño.
Una red de caminos que une varias aldeas salpicadas por las lomas junto a la orilla, en las que también asoman los restos de las viejas torres vigías, encargadas durante siglos de controlar el contrabando del río.
Foz de Odeleite es tan pintoresco como los pueblo colindantes de Guerreiros do Rio o Laranjeiras. Aldeas conformadas por típicas casas, muchas de ellas deshabitadas, agolpadas en la ladera y con vistas espectaculares a un cauce fluvial que bordean almendros, higueras, chumberas, naranjos…
Digamos que el retratro puede evocar a algunos el mismo paraiso y no irían desencaminados. Foz de Odeleite es un retiro de sosiego, de calma, donde lo único que parece tener movimiento son los barcos surcando el río arriba hacia Alcoutim.
Llegamos a Foz de Odeleite a media mañana de domingo sin ninguna pista sobre dónde se encontraba la famosa quesería de la que tanto nos había hablado Clodo; la quesería de su amigo Juan (João), al que conoció un día desorientado en el campo.
Como había tiempo, nos lanzamos a inspeccionar aquellas calles empinadas de piedras, con la esperanza de encontrar algún rótulo o indicación. ¡Y vaya si la encontramos!
En la ventana de, aparentemente, una casa más de la aldea estaba, casi con disimulo, el cartel de la quesería. Y junto a ella, dentro de un coche, salía inmediatamente una pizpireta niña para abrimos la puerta del establecimiento.
El local es una estancia de dos habitaciones. En la primera de ellas se agolpan sobre un mostrador de acero las bandejas con los quesos frescos recién hechos junto a un jarro con agua y flores de cardo, las que se utilizan en el proceso para cuajar la leche, una vez calentada.
Y en la trastienda, en una gran cocina, se realiza el proceso de elaboración del queso que recae en la madre y la suegra de João, mientras el pastor sale con sus cerca de 200 cabras a pastar por los campos cercanos. Así nos lo contó amablemente su mujer, mientras su pequeña hija, ya con dotes de experta vendedora, se empeñaba en servirnos ella misma los quesos, desprendiendo las argollas de plástico.
Aquella escena, aquel olor dulzón a leche hirviendo, aquella niña me recordaban a mi misma en mi niñez; tres generaciones de mujeres en la cocina aprendiendo las unas de la otras, pasándose la responsabilidad de conservar el recetario tradicional. Enseñando como y en que momento preciso de temperatura añadir a la leche el cuajo, esa flores de cardo del campo, y cómo ir escurriendo y amasando la leche de cabra ya cuajada hasta depositarla en los moldes.
A la entrada de la quesería, en la pared, muchas fotografías resumen la vida de esta familia, de su oficio, de su aldea...
Salimos de la quesería con varias bolsas de quesos frescos y secos, con un truco para la próxima tarta de queso (echar un puñados de almendras ralladas a la masa, nos confesó una de nuestras anfitrionas) y con una historia más que contar, una historia de dedicación, de esfuerzo, de respeto por la naturaleza y la tradiciones y de amor por el trabajo.
Nuestro siguiente reto consistía ahora en encontrar una panadería en la aldea para empezar a probar aquellos quesos. Y en aquella búsqueda, mientras nos entreteníamos haciendo fotografías a los almendros en flor y a las vistas hacía del río, nos encontramos con Isabel, una anciana vecina del lugar, que, acompañándonos por las calles, nos ponía al día de la vida en el pueblo y no recomendaba parar en Odeleite para comprar el pan artesanal.
Como las ganas no podían esperar más y la hora además era propicia, bajamos hacia el restaurante del pueblo, Arcos de Guadiana, para esperar la llegada del almuerzo probando el producto más famoso del lugar. Con el queso y el pan, la mesa estaba puesta, ya, lo que vino después, será cosa de otro día.
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